Lo primero que perdió fue el apetito. Se sentó frente a la mesa colmada de platos que días atrás hubiera considerado manjares, pero no sintió nada. No había rastro del hambre que solía sentir a la hora de la cena, ni una muestra del deseo por comer que acompañaría a cualquier persona que no ha comido durante el día.
Dio un par de bocados por compromiso, pero se detuvo. Aquellos dos pedazos de pimiento ya habían erradicado cualquier sentimiento de culpabilidad por no ser lo suficientemente agradecida con sus anfitriones.
– No hace falta que te lo acabes, no te preocupes – dijeron y eso la acabó de tranquilizar.
Comían ávidamente mientras ella movía balanceaba el tenedor sobre el plato en busca de un sonido que acallara su propia voz interna. No podía silenciarla, narraba su falta de apetito y enumeraba sin compasión una serie interminable de causas probables: enfermedad, falta de sueño, pésima gestión de las relaciones interpersonales, caída en picado…
– ¿Te encuentras bien? – preguntaron.
Se dio cuenta entonces de que estaba empapada en sudor. Asintió mientras fingía una sonrisa y se excusó para ir al baño a limpiarse. En el espejo no se reconoció y aquello fue lo segundo que perdió: la piel que cubría su cuerpo parecía no ajustarse a su tamaño, iba demasiado ajustada, la ahogaba. Comenzó a desnudarse instintivamente, primero la camiseta, luego los pantalones y los calcetines, pero seguía sin verse reflejada en aquel espejo.
Su voz interna continuaba con la narración de las desventuras de una mujer sin hambre y desnuda en un baño de una casa que ya no conocía. No podía acallarla.
– ¿Estás bien? – preguntaron desde el otro lado de la puerta.
Abrió la boca, sin embargo, no pudo emitir ni un sonido. La voz fue lo tercero que perdió. Cerró la boca y la volvió a abrir y de nuevo, nada. La piel apretaba sin compasión.
– ¿Hola? – volvieron a preguntar desde el otro lado de la puerta.
Le faltaba cada vez más el aire. Sentía que su piel se quebraba, estaba convencida de que era un traje demasiado pequeño para el tamaño de su cuerpo, pero no podía librarse de él. Clavó sus uñas en el antebrazo en un intento desesperado de escapar, pero fue en vano: la sangre comenzó a brotar con timidez y el dolor la acompañó poco después con menos parsimonia, sin embargo, seguía ahí atrapada bajo la piel que la agarraba con más y más fuerza.
Su voz interna hablaba demasiado rápido. No podía acallarla, ni entender ni una palabra de su narración incesante.
-¡Ruth! ¡Responde! – exclamaron esta vez mientras golpeaban con violencia la puerta.
Ruth trató de moverse, pero se descubrió completamente inmóvil en las baldosas heladas del baño. La sangre de su antebrazo teñía su blanco puro de un rojo intenso.
-¡Por favor, Ruth! ¡Abre la puerta! – sus gritos y sus golpes eran más fuertes e insistentes, prácticamente desesperados- ¡Ruth! ¡Abre la puerta!
Aquello fue lo último que perdió: Ruth ya no estaba allí, ya no sentía el frío material de las baldosas del baño, ni veía como el rojo de su sangre teñía su color, ni escuchaba sus gritos, ni mucho menos recordaba que todo había empezado con su falta de apetito.
Ya no acallaría su voz interna, que chillaba descontrolada palabras ininteligibles. La piel la estranguló.