Observación 26: familia marrón

La última mirada que eché por la ventana del autobús hizo que me percatara de una pareja adorable. Un abuelo de pelo cano, chalequito marrón de lana y una cara redonda y arrugada jugaba con su nieto, de pelo rubio, chalequito marrón a juego y una cara también redonda, pero tersa.

Estaban justo en frente de la parada, quizás acababan de bajar de uno de los autobuses que entre las 8 y las 9 de la mañana recorrían aquella avenida o tal vez esperaban a que alguien llegara hasta allí.

El niño de repente escapó y recorrió al menos 10 metros, bajo la atenta mirada del abuelo, que lejos de alterarse sonreía al verlo correr. Levanté la vista y vi a una mujer de pelo corto y teñido de color whisky, con una rebequita marrón, que se acercaba hacia el niño con una sonrisa esculpida en el rostro. Abrió los brazos y el niño saltó en ellos. El abuelo se aproximó a ellos y los abrazó.

Me equivoqué, no eran un pareja adorable; eran una familia marrón -y adorable-. Espero volver a verlos.

 

Observación 25: un bar

Le hace gracia ver cómo sus ojos azules miran a través de la ventana del bar con una mezcla de curiosidad y fascinación. Se nota que es la primera vez que visita ese lugar, en aquella calle tan transitada por jóvenes y no tan jóvenes de aspecto variopinto.

A pesar de que trabaja en la ciudad desde hace algo más de cuatro años, a ella le da la impresión de que es un turista en la capital y que sólo está de paso durante el fin de semana.

Él la sonríe cuando la descubre mirándolo, sin embargo, ella no se sonroja. Le devuelve la sonrisa y bebe otro sorbo del té verde que ha pedido.

– El café está muy bueno, de verdad – dice él –.

Sus ojos vuelven a posarse en el cristal. Esta vez, ella le indica que en uno de los balcones de enfrente hay un perro que trata de colocar, por activa y por pasiva, la cabeza entre los barrotes que lo separan de una caída desde un segundo piso.

–Me encantaría tener un perro –confiesa él, sin apartar la vista de la ventana–.

–Yo quiero tener un gato– responde ella con sus ojos castaños posados sobre su taza de té–pero no lo tendré hasta que me vaya de casa–.

–¿Has visto eso? –de repente exclama haciendo aspavientos. A ella no le da tiempo a responder, él está tan emocionado que le relata con todo lujo de detalles el peinado de una mujer que acaba de atravesar la calle – En serio ¡Qué pena que no lo hayas podido ver!

Le hace gracia, de verdad, le impresiona que un hombre adulto muestre tanto entusiasmo por el ir y venir de la gente. Trata de grabar en su memoria sus gestos de fascinación para recordarlos el lunes por la mañana cuando no esté en aquel bar de aquella calle transitada por gente con fachada pintoresca.

–Gracias por traerme aquí­– sentencia él.

Ella bebe otro sorbo de su té.

Observación 24: La piel

Lo primero que perdió fue el apetito. Se sentó frente a la mesa colmada de platos que días atrás hubiera considerado manjares, pero no sintió nada. No había rastro del hambre que solía sentir a la hora de la cena, ni una muestra del deseo por comer que acompañaría a cualquier persona que no ha comido durante el día.

Dio un par de bocados por compromiso, pero se detuvo. Aquellos dos pedazos de pimiento ya habían erradicado cualquier sentimiento de culpabilidad por no ser lo suficientemente agradecida con sus anfitriones.

– No hace falta que te lo acabes, no te preocupes – dijeron y eso la acabó de tranquilizar.

Comían ávidamente mientras ella movía balanceaba el tenedor sobre el plato en busca de un sonido que acallara su propia voz interna. No podía silenciarla, narraba su falta de apetito y enumeraba sin compasión una serie interminable de causas probables: enfermedad, falta de sueño, pésima gestión de las relaciones interpersonales, caída en picado…

– ¿Te encuentras bien? – preguntaron.

Se dio cuenta entonces de que estaba empapada en sudor. Asintió mientras fingía una sonrisa y se excusó para ir al baño a limpiarse. En el espejo no se reconoció y aquello fue lo segundo que perdió: la piel que cubría su cuerpo parecía no ajustarse a su tamaño, iba demasiado ajustada, la ahogaba. Comenzó a desnudarse instintivamente, primero la camiseta, luego los pantalones y los calcetines, pero seguía sin verse reflejada en aquel espejo.

Su voz interna continuaba con la narración de las desventuras de una mujer sin hambre y desnuda en un baño de una casa que ya no conocía. No podía acallarla.

– ¿Estás bien? – preguntaron desde el otro lado de la puerta.

Abrió la boca, sin embargo, no pudo emitir ni un sonido. La voz fue lo tercero que perdió. Cerró la boca y la volvió a abrir y de nuevo, nada. La piel apretaba sin compasión.

– ¿Hola? – volvieron a preguntar desde el otro lado de la puerta.

Le faltaba cada vez más el aire. Sentía que su piel se quebraba, estaba convencida de que era un traje demasiado pequeño para el tamaño de su cuerpo, pero no podía librarse de él. Clavó sus uñas en el antebrazo en un intento desesperado de escapar, pero fue en vano: la sangre comenzó a brotar con timidez y el dolor la acompañó poco después con menos parsimonia, sin embargo, seguía ahí atrapada bajo la piel que la agarraba con más y más fuerza.

Su voz interna hablaba demasiado rápido. No podía acallarla, ni entender ni una palabra de su narración incesante.

-¡Ruth! ¡Responde! – exclamaron esta vez mientras golpeaban con violencia la puerta.

Ruth trató de moverse, pero se descubrió completamente inmóvil en las baldosas heladas del baño. La sangre de su antebrazo teñía su blanco puro de un rojo intenso.

-¡Por favor, Ruth! ¡Abre la puerta! – sus gritos y sus golpes eran más fuertes e insistentes, prácticamente desesperados- ¡Ruth! ¡Abre la puerta!

Aquello fue lo último que perdió: Ruth ya no estaba allí, ya no sentía el frío material de las baldosas del baño, ni veía como el rojo de su sangre teñía su color, ni escuchaba sus gritos, ni mucho menos recordaba que todo había empezado con su falta de apetito.

Ya no acallaría su voz interna, que chillaba descontrolada palabras ininteligibles. La piel la estranguló.

Observación 23: París

Unas imágenes devastadoras llenan mi televisor: una llamarada devora en su fuego cerca de mil años de historia. Miro por mi ventana y casi puedo ver el humo que los dorados ojos de Philippe ven en el cielo encapotado de París. Siento que mi corazón late más rápido de lo normal, una punzada aguda en la punta de mi nariz y una lágrima que se desliza tímidamente por mi mejilla. Me pregunto si él también llora.

Busco su nombre en mi agenda telefónica y lo leo una y otra vez para saborear cada una de sus sílabas. Lo repito en el silencio de mi comedor porque para mí es la canción más hermosa jamás escrita. Tras pensarlo durante tres minutos me decido a escribirle. Nerviosa le digo que lo siento mucho, que es horrible lo que ha pasado. Me da miedo importunarle, a pesar de que él se haya cansado de repetirme que nunca molesto. No tarda más de un minuto en responderme. Me confirma que ha estado llorando y que está destrozado por la pérdida de un monumento tan importante. No tengo palabras para consolarlo, pero admito que al ver las llamas he imaginado que estaría sufriendo y que no he podido evitar escribirle.

– Me conoces tan bien – dice él-.

Yo me sonrojo y siento cómo mi corazón intenta escaparse por mi boca. Me armo de valor para confesarle que pienso en él cada vez que escucho la palabra “París”, que si escucho que hay algo dañado en París para mí es como si hubiera algo dañado en él. Él no dice nada al respecto, pero siento que relee mis palabras y se sonríe como lo hizo todas las veces en las que entre su brazos le confesé mi gran admiración y respeto.

Unas imágenes devastadoras llenan mi televisor: una llamarada devora en su fuego cerca de mil años de historia. Soy tan egoísta, sólo pienso en nuestra historia inconclusa y en como los ojos dorados de Philippe reflejan el denso humo en el cielo encapotado de París.

Observación 22: dolor de cabeza

Siente pinchazos detrás de sus ojos; demasiadas horas frente al ordenador. Las palabras de un hombre que dice ser docente por vocación ametrallan su cabeza: dos horas sin parar de emitir palabras, que tras los primeros cuarenta y cinco minutos, se han convertido en ruidos inconexos.

Desconoce lo que sus dedos teclean, son símbolos extraños que ya no reconoce como letras o números. Deja que sus manos hagan todo el trabajo y por unos instantes cierra los ojos para acallar la voz que frente la pizarra habla, sin embargo, suspender la visión conlleva escuchar con todavía más agudeza.

Abre los ojos de golpe. Le duele la cabeza. Mira la hora en el reloj de su teléfono: sólo quince minutos más. Le duele la cabeza. El ruido la martillea. ¿se ha repetido ya lo mucho que le duele la cabeza?

Observación 21: se deja llevar

Oculta el nerviosismo tras la copa de vino que sujeta en su mano derecha. Se ha empeñado en rellenarla al menos tres veces en las dos horas que lleva de velada, para hacer fluir la conversación, para fingir que está a gusto dónde se encuentra.

Observa su reflejo en el ventanal. No tiene mal aspecto, se enorgullece: el pintalabios rojo prácticamente ha sido sustituido por el tinte rojizo del vino tinto; su pelo castaño se ha adaptado a los límites de su rostro y cuello, no quedan rastros de los tirabuzones que horas antes ha insistido en crear. A través del ventanal también puede ver el tráfico de la avenida Diagonal desde las alturas y las luces del bingo de la esquina. La contaminación ha cubierto las ventanas de una pátina traslúcida de suciedad, que Raphaël ha asegurado que ni él ni sus compañeros de piso han encontrado el momento de limpiar en los últimos dos meses.

– ¿Nos sentamos? – dice él señalando el sofá de cuero blanco que probablemente no había sido limpiado en siglos -.

Amapola, un tanto afectada por las copas de vino, no duda en sentarse. Raphaël la acompaña. Es un muchacho muy extraño, ella piensa; no es el más guapo, no es el más atractivo, se dice; sin embargo mientras sus ojos recorren cada una de las arrugas de su frente o se posan en sus pequeños ojos marrones, escondidos tras aquellas gafas de montura marrón claro, piensa en besarle. Aunque su pelo sea rubio, aunque sus cejas sean claras, aunque su piel sea tan pálida que tiende a rosada y no se parezca al hombre con el que todavía sueña, imagina acariciar sus labios finos.

Raphaël, que sonríe un tanto confundido por el escrutinio al que está siendo sometido, la besa.

Al separarse para tomar aliento, le pregunta en perfecto español con acento francés si sus labios también están manchados de rojo; ella responde negando con la cabeza.

– ¿Nos veremos pronto? – pregunta él.

A ella le asusta esa pregunta, todos los que la hacen tienden a desaparecer de su vida tan rápido como han aparecido. No obstante, no le hace saber sus temores y dice sí, a pesar de tener miedo de no volverlo a encontrar.

Sus labios vuelven a unirse, a separarse, a acariciarse y a despedirse. En un descuido de su amante de la noche del viernes, bebe otro sorbo de vino y ríe. Él roba la copa y también bebe para después rozar su cara  fuera la de una diosa esculpida por Praxíteles.

Amapola se deja llevar, siempre se deja llevar y, por unos instantes, se siente querida.

Observación 20: espacio personal

La joven muchacha de larga melena castaña caminaba por la calle una tarde de sábado de invierno. Su destino era desconocido; simplemente andaba por el placer de caminar, por salir de la rutina sedentaria en la que se encontraba atrapada de lunes a viernes. Hacía demasiado frío, al menos bajo su punto de vista, por ello había decidido tomar prestado el abrigo peludo negro de su madre. Su preferido. En vez de bolso, había optado por llevar una mochila de cuero sintético, ya que el cielo había amenazado con descargar la peor de las tormentas desde la primera hora de la mañana.

Las farolas todavía no se habían encendido,  todavía en el horizonte despuntaban las últimas luces del día. No había un alma a su alrededor, sin embargo, no podía escuchar el sonido sus pasos al impactar contra el asfalto debido a que, como de mala costumbre, escuchaba música a un volumen demasiado alto. De repente sintió que una fuerza a su espalda frenaba su paso: alguien tiraba del bolsillo inferior de su mochila. Trató de acelerar para zafarse, pero la fuerza era cada vez más fuerte. Aterrorizada, desconocía que iba a encontrarse a su espalda, sin embargo, se armó de valor y optó por girarse bruscamente.

-¡Ah! – gritó la muchacha asustada -. Un joven que parecía de origen magrebí era el culpable. Todavía tenía su mano alargada en dirección a su mochila. El joven la miró sorprendido por haber sido descubierto y ella le devolvió una mirada de odio que provocó que él retrocediera.

La muchacha respiró aliviada cuando el joven, tras unos instantes de contemplación, se dio la vuelta y marchó corriendo. Por unos instantes había temido que él fuera armado y que tratara de abalanzarse sobre ella ya que sólo ellos dos eran testigos de aquello que, en aquel momento, en aquella vacía calle de la ciudad de Barcelona, estaba sucediendo. Procedió a examinar a conciencia si faltaba alguna de sus posesiones: nada. Estaban sus llaves de casa y todos sus pintalabios; agradeció no ser tan descuidada como para colocar un objeto de valor en aquel bolsillo y, finalmente, decidió seguir su camino sin destino  a pesar de estar un tanto más atemorizada de lo que había salido de casa.

Observación 19: la entrevista

El ventanal de la primera planta envuelve casi por completo la estancia y tiene una forma ondulante, propia de los edificios modernistas de la Barcelona de principios del siglo XX. Tiene vistas a una de las arterias principales de la ciudad: en el ir y venir del tráfico de coches y bicicletas puedo sentir el corazón de la ciudad bombear. El sol de la tarde lo atraviesa como un lápiz afilado atraviesa una hoja de papel vegetal; ha de sentarse de espaldas para poder mantener sus ojos abiertos. De espaldas a la caricia de la luz de la tarde sus ojos pueden ver la esquina en de otra calle de gran afluencia, el lugar donde cuatro años atrás su primer amor le había confesado su amor en un tarde de verano.

La puerta se abre:

– ¡Puedes pasar! – una voz femenina indica que ha llegado el momento que ha estado esperando todo el día -.

Mira una última vez por la ventana y se ve en esa esquina, joven e ilusionada, al borde del desmayo de la emoción por ser correspondida. De repente ve su reflejo, su ilusión permanece intacta cuatro años después.  Se arma de valor para atravesar la puerta: empieza la entrevista.

Observación 18: el mismo cielo

En otra parte, tal vez un universo paralelo, quizás en un futuro alternativo, estoy sentada en una mesa de un café en un país extranjero. Tomo una taza de té verde con menta y un pedazo de tarta de limón, tu preferida. Llegas tarde y aunque conoces lo mucho que me disgusta la tardanza, sonríes y se me olvida que han pasado siete minutos de las cinco. Un beso de un instante, que alargaría tres mil vidas. Aprovechas que mis ojos están posados en ti para robar un trozo de la tarta:

– Soy más grande, necesito comer más – dices para después acariciar mi mejilla -.

El sol de la tarde entra por la ventana y baña tu piel morena de ámbar y oro. Te sientas y me escuchas quejarme de los males del mundo, nada podría borrar la sonrisa de tu rostro. Adoras los días de sol de la misma forma que yo adoro los días en los que tengo el privilegio de encontrarte.

Despierto de mi ensoñación; no hay sol, la lluvia baña mi ciudad. Estoy recostada en mi sofá con la vista posada en la ventana y me pregunto si estás mirando el mismo cielo al que yo estoy contemplando, si sonríes al escuchar a alguna otra mujer hablar, si algún día te encontraré en algún café de algún país extranjero y robarás un pedazo de mi tarta de limón, que habré pedido por ser tu preferida.

«Mi pena es muy mala porque es una pena que yo no quisiera que se me quitara» – La toná de la fragua, Manuel Machado

Observación 17: compañero

Un muchacho  rubio y alto, que no había visto en cuatro años de universidad, se sentó junto a la ventana, dejando un asiento libre entre él y yo. Sus piernas eran demasiado largas y necesitaba espacio para poderlas colocar durante las tres horas que duraba la lección.  Sacó su ordenador portátil y se colocó unas gafas de montura negra azabache, que a juzgar por el grosor de los cristales, eran indispensables en su vida. Llevaba una camisa gris, parcialmente desabrochada, quizás debido al calor que se respiraba en el aula, provocado por la calefacción que llevaba conectada desde la primera hora de la mañana.

– ¿A quién se le ocurrió poner una clase teórica el viernes a las cuatro de la tarde? – me preguntó, un tanto aburrido tras noventa minutos de explicación continua.

– Si al menos fuera práctica – respondí de inmediato, como si hubiera accionado un resorte –  Al menos solamente queda una horita y media más.

El muchacho sonrío y añadió:

– Una horita y media y nueve viernes más -.

Cuando el profesor preguntaba, le escuchaba mascullar la respuesta. ¿Era demasiado tímido como para gritarla en voz alta? ¿O tal vez temía equivocarse y ser el blanco de las miradas de ochenta veinteañeros?

– Hace mucho frío. No sé si hacer entreno – de repente dijo.

– Al principio costará, pero luego valdrá la pena por hacer un poco de deporte antes del fin de semana – respondí

– No si eres el entrenador – dijo.

Estábamos tan agotados de tratar de seguir los números escritos en la pizarra, que buscábamos consuelo en conversaciones absurdas con auténticos desconocidos.

– Ya estamos – añadí – sólo cinco minutos más y podremos huir de aquí-.

El profesor continuaba impartiendo su lección e imploraba, tras observar que los alumnos comenzábamos a recoger nuestras cosas de los pupitres, que le dedicáramos treinta segundos más de atención. Finalmente calló.

– Buen fin de semana – me dijo.

Le sonreí y me marché deprisa del edificio en el que pasaba demasiadas horas a lo largo de la semana.